La
economía malagueña en el siglo XX: Hacia la
terciarización de las actividades productivas
de la Guerra Civil a nuestros días
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La
década de los sesenta representa, en la
provincia malagueña, la bisagra entre
dos realidades completamente distintas
Fábrica de azúcar de Torre del
Mar
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La
Málaga de los años cuarenta y
cincuenta participa, asume y hasta
parece acrecentar los rasgos de
tradicionalidad y atraso que todavía la
caracterizaban a comienzos de siglo. La
de los setenta, ochenta y noventa
muestra la definitiva terciarización de
su economía y su decidida apuesta por
un desarrollo industrial acorde con un
modelo de sociedad que, por niveles de
renta y consumo, intenta alejarse del
subdesarrollo y afrontar el nuevo
milenio desde una posición mucho más
favorable y menos desequilibrada.
Los cambios, enmarcados primero en el
desarrollismo franquista, más tarde en
la crisis de los setenta y primeros
ochenta, y por último en la
recuperación de la segunda mitad de la
pasada década y en la que se vive desde
1994-95, tienen en la provincia un
componente añadido de singular
importancia: la actividad turística.
Las repercusiones de este fenómeno,
más allá de las puramente económicas,
han caracterizado un modelo de
crecimiento que parece haber contribuido
a incrementar los desequilibrios entre
la Málaga de la costa y la del interior
-la turística/urbana y la rural-, pero
que, al menos en los últimos años, no
renuncia a profundizar en un desarrollo
que se pretende más equilibrado y en el
que se aspira a conseguir la definitiva
consolidación de una estructura
productiva basada en la
complementariedad entre los servicios y
un sector industrial tecnológicamente
avanzado.
La magnitud de la transformación
operada en el curso de las cuatro
últimas décadas queda puesta de
manifiesto en los cuadros que acompañan
estas líneas. De un lado, la
aportación sectorial al producto
provincial muestra, sin ambages, el
fuerte y continuado descenso en la
participación agraria, paralelo al
incremento del sector servicios, que sin
embargo ya partía de una situación de
predominio antes de iniciarse la fase
expansiva de los sesenta. Entre ambos,
la situación de la industria es un
ejemplo más del desequilibrado
crecimiento económico malagueño y de
la rapidez con que se han sucedido los
cambios en su estructura productiva: las
ganancias de la industria provincial
durante la década del
"desarrollo" quedaron
totalmente anuladas en los años
posteriores por la propia crisis del
sector y el decisivo impulso hacia la
terciarización que, como consecuencia
directa del "boom" turístico,
experimentó la provincia y
especialmente las zonas del litoral.
Por otra parte, esta redistribución
sectorial se ha acompañado de un
considerable incremento de la renta
"per capita". Un fenómeno
común al conjunto de la economía
española, sobre el que pueden
puntualizarse algunos extremos en el
caso malagueño. Expresado en pesetas
constantes de 1970, la renta por
habitante ha pasado de 20.792 ptas. en
1955 a 61.816 veinte años más tarde y
a 82.519 en 1993: un crecimiento
porcentual superior al de la media
española durante ese mismo período, y
también al del conjunto andaluz, al
menos desde mediados de los años
sesenta. Estas tasas han permitido a la
provincia mejorar sensiblemente su
posición regional, hasta el punto de
que a comienzos de los noventa ocupaba
ya el primer lugar en cuanto a niveles
de renta familiar disponible, por
delante de Sevilla y Almería -primera
posición perdida a mediados de esta
década, en beneficio de Huelva y
Almería-, así como acortar distancias
con respecto al total nacional. No
obstante, esta última comparación
permite situar la posición actual y el
proceso de modernización malagueño en
sus justos términos: pese a la ganancia
de casi veinte puntos entre 1955 y
mediados de la década de los noventa,
lo cierto es que la renta familiar
disponible malagueña se encuentra
todavía por debajo (supone alrededor de
un 80%) de la media española, y que
además el proceso de convergencia
parece haberse detenido en la última
década.
La positiva evolución de estos grandes
agregados tampoco puede ocultar el
enorme coste social -entendido en su
más amplia acepción- que ha supuesto,
todavía más cuando muchos de estos
cambios se han materializado en un corto
período de tiempo. Además, como no
podía dejar de ocurrir en una sociedad
que participa cada vez más de
relaciones capitalistas de producción,
ni los avances se han repartido por
igual -ya sea espacialmente, ya en lo
que se refiere a las distintas
actividades productivas-, ni todos los
grupos sociales han participado de la
misma forma de esta transformación.
Tres ejemplos pueden bastar para,
ilustrando las afirmaciones anteriores,
descubrir algunos de los grandes
perdedores de este proceso de
modernización: la quiebra definitiva de
la agricultura tradicional, el intenso
fenómeno migratorio dirigido a Europa y
otras zonas españolas y el desastre
urbanístico y ecológico generado por
la construcción desordenada y
especulativa en las zonas turísticas.
Desgraciadamente no han sido los
únicos. Por encima de consideraciones
comunes a todo proceso de desarrollo
económico -la emergencia de nuevos
sectores en perjuicio de otros-, como se
apuntó más arriba, quizá el rasgo
más destacable del comportamiento de la
economía malagueña en los últimos
decenios haya sido el de su
desequilibrado crecimiento. Ello ha
contribuido a que, pese a las elevadas
tasas alcanzadas en el decenio 1960/70,
no hayan podido corregirse las
desigualdades de renta -al contrario,
han aumentado paralelamente al
incremento de los niveles medios de
ingreso-; a que la provincia se mostrase
incapaz de consolidar una estructura
industrial que ejerciera un papel
impulsor sobre el resto de las
actividades económicas -ha estado
dominada por la construcción, y ésta,
a su vez, orientada hacia la demanda
turística-; y por último, aunque no
menos importante, a que se haya visto
incapaz de eliminar los desequilibrios
en el mercado de trabajo: pese a la
emigración y la modernización agraria,
las comarcas del interior siguen siendo
excedentarias en mano de obra (en 1980,
por ejemplo, la población activa
agraria en las comarcas de Antequera y
del valle del Guadalhorce eran del 60,2%
y del 68% respectivamente), y en el
conjunto de la provincia, los niveles de
desempleo alcanzan valores tan elevados
-cercanos al 30% de toda la población
activa en la última década- y tan
difíciles de reducir, que han llegado a
convertirse en un componente estructural
del mercado laboral malagueño. En
cualquier caso, ampliando algunas de las
afirmaciones anteriores, las páginas
que siguen tratarán de resumir y
ponderar de la manera más objetiva
posible las dimensiones y el ritmo de
esta modernización, así como el costo
de la misma.
Vista de
la prolongación de la Alameda |
El
desarrollo urbano: de la Autarquía a
nuestros días
La paralización de las propuestas
urbanas de la Dictadura fue casi total:
la crisis económica provocada como
consecuencia de la depresión
internacional, la Guerra C ivil y la
inmediata posguerra no eran el marco
adecuado para profundizar en los
proyectos urbanizadores planteados en la
década anterior. Y ello, pese a que la
atonía económica y la crisis social no
correspondió con el estancamiento
demográfico: más bien al contrario, la
población de la capital continuó
creciendo, de forma que los algo más de
188.000 habitantes de 1930 se
convirtieron en 238.000 en 1940 y en
276.000 diez años más tarde. Nada
menos que casi 90.000 nuevos
malagueños. Para muchos de ellos, la
única posibilidad de vivienda pasó por
el chabolismo o el hacinamiento en las
casas de vecinos que se multiplicaban en
los barrios populares. Ambos fueron los
factores urbanísticos definitorios de
la Málaga de la Autarquía; los
intentos por corregir una situación que
venía a sumarse a las condiciones de
miseria en la que vivían entonces
muchos malagueños, no se producirían
hasta comienzos de los años cincuenta.
Algunos años antes, las autoridades
provinciales habían retomado
teóricamente las líneas generales de
los planeamientos urbanos de la
Dictadura: el desarrollo del ensanche de
la zona Oeste mediante la prolongación
de la Alameda y, a partir de ésta, la
creación de un nuevo eje este-oeste,
que, una vez roto el tejido urbano del
Perchel, permitiera superar la distancia
entre las dos ciudades que hasta esos
momentos separaba el río, cuya
desviación también se volvió a
plantear en aquellos momentos. Pero
fueron exclusivamente proyectos, igual
que la búsqueda de un nuevo estilo
arquitectónico (el "estilo
Málaga") que permitiera plasmar
las esencias de una supuesta
arquitectura malagueña.
Su materialización -los barrios
autárquicos- no llegaría hasta los
años cincuenta; por orden cronológico,
y junto a actuaciones puntuales, los
grupos de viviendas construidas por el
franquismo fueron las siguientes: Haza
Cuevas y el Grupo Gómez de la Serna
(ambos de 1950), Ciudad Jardín (1953),
las barriadas Sixto y Girón (1954 y
1955), Generalísimo Franco (en Ciudad
Jardín, 1956), Santa Julia (1957) y
Sánchez Arjona (1959); en los primeros
sesenta se unirían a los anteriores los
grupos Herrera Oria (1962) y Virgen del
Carmen (1964). En conjunto, llegaron a
formar toda una corona de barrios
periféricos al Oeste de la ciudad.
Todos ellos seguían con rigidez los
esquemas propuestos desde la
administración franquista: una
tipología ruralizante, una adecuación
a las tramas definidas en los años
veinte e incluso a su misma
localización, y hasta una plasmación
constructiva del espíritu autárquico
del momento, con unidades aisladas y
autosuficientes, diseñadas para
albergar la población rural emigrada a
la capital.
Pero, además, el franquismo trajo
también su propio Plan de Ordenación
Urbana: fue el de José González Edo
(1950), que según todos los
especialistas marcaría un hito en la
historia urbana de la ciudad. El nuevo
Plan, aunque mantenía elementos clave
de la planificación anterior,
contemplaba una nueva lectura
extraordinariamente respetuosa con la
ciudad histórica -una ciudad de altura
media-, y una integración fluida y sin
rupturas entre ésta y la que proponía
el nuevo crecimiento urbano, que por
primera vez se articulaba en función de
distintos planes parciales.
Desgraciadamente el Plan quedaría
anulado en 1964, y la ciudad desprovista
de un marco regulativo, especialmente
necesario en unos años tan
transcendentales y decisivos como fueron
los del desarrollismo en los sesenta y
primeros setenta: la quiebra definitiva
de la agricultura tradicional y el papel
del turismo en la economía provincial
condicionaron un balance demográfico
favorable al litoral, que afectó
asimismo a la propia capital, que de
nuevo ganó otros cien mil habitantes
entre los censos de 1950 y 1970. Este
aluvión migratorio ligado al
desarrollismo fue resuelto mediante la
construcción de polígonos de viviendas
-de elevada densidad constructiva y
mínimos equipamientos y servicios- en
el oeste y, en especial, en los
alrededores de la carretera de Cádiz, y
asimismo con el viejo recurso de las
autoconstrucciones y las chabolas.
Paralelamente, el núcleo histórico
comenzaba a ser abandonado, y parte de
esa población se trasladaba a alguno de
los polígonos del este o a la propia
Malagueta, transformada radicalmente en
aquella década, mientras que, en el
oeste, los barrios autárquicos perdían
su carácter periférico quedando
englobados definitivamente en la propia
centralidad urbana. En fin, la Obra
Sindical del Hogar aportaba
"soluciones" al problema del
chabolismo, expulsando a las clases
populares del centro de la ciudad -los
barrios del Perchel y la Trinidad- y
reubicándolas en el norte,
especialmente en el complejo
Palma-Palmilla, comenzado a construir en
1959.
A principios de los setenta el desorden
urbanístico amenazaba con quebrar la
estructura urbana de la capital. Sólo
en tales circunstancias, el Ayuntamiento
emprendió la redacción de un nuevo
Plan (el de Caballero y Alvarez de
Toledo, 1971), que sin embargo se
demostraría incapaz de reconducir la
situación: al contrario, fuertemente
influenciado por la urbanística
funcionalista recogida en la Carta de
Atenas, el nuevo Plan sancionaría el
modelo especulativo malagueño y, con
él, la destrucción de algunas de las
últimas señas de identidad de la
ciudad histórica.
La crisis de ese modelo irrumpiría al
tiempo que los primeros síntomas de la
crisis económica general. Además, el
nuevo marco político impulsaría un
mayor análisis crítico, asumido por
asociaciones de vecinos y otros
colectivos profesionales. El Plan
Especial de Reforma Interior de Trinidad
y Perchel supuso el primer proyecto de
intervención en la ciudad histórica
alejado de los presupuestos
urbanísticos del franquismo. Algunos
años más tarde, un nuevo P.G.O.U. -el
de los arquitectos Damián Quero,
Salvador Moreno Peralta y José Seguí,
aprobado en 1983-, marcaba las
distancias definitivas con respecto al
planeamiento urbano inmediatamente
anterior.
En definitiva, el Plan de 1983 -el
primero que en España asume la
urbanística europea y rompe con la
tradición funcionalista-, tiene mucho
más en cuenta a la ciudad construida, y
en base a este planteamiento teórico
asume lo que serán rasgos fundamentales
de su actuación: la rehabilitación
(con especial referencia a la ciudad
histórica), la ordenación (con
diseños de trazado de las nuevas zonas
de extensión urbana) y la integración
(sobre todo con el desarrollo de los
sistemas viarios rápidos).
Pese a todo, el Plan -objeto de una
discutible revisión en 1997- ha sido
incapaz de corregir algunas de las
tendencias que ya se habían planteado
en la década anterior: entre otras, el
incremento de la actividad constructiva
en la zona residencial del Este
-altamente densificada-, y el progresivo
deterioro del centro histórico,
incluidos los barrios periféricos
históricos (Trinidad y Perchel, entre
otros). Sí se produce una creciente
mejora de las dotaciones y servicios
urbanos, y en general la calidad del
medio ambiente urbano parece evolucionar
hacia parámetros cada vez más alejados
de los que habían caracterizado la
Málaga desarrollista.
Paralelamente, esta renovación
intraurbana ha coincidido en el tiempo
con el desarrollo de la gran área
metropolitana, de forma que los
problemas locales deben plantearse ya en
unos términos distintos: en este
sentido, la construcción de las rondas
ha contribuido decisivamente a definir
un área metropolitana litoral que en
sus extremos este-oeste abarca de Vélez
Málaga a Marbella, y en donde viven
-sin contar la estacionalidad derivada
de la actividad turística- más de un
millón de personas.
Zona industrial de calle Héroe
de Sostoa
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La
crisis de la agricultura familiar
El modelo de agricultura tradicional que
entró en quiebra definitiva en España
a lo largo de la década de los sesenta
se caracterizaba por su baja
productividad (consecuencia del
mantenimiento de un porcentaje muy
elevado de población activa y del
empleo de técnicas atrasadas), una
oferta escasamente diversificada
(predominio de los cultivos de carácter
extensivo), y la coexistencia, junto a
grandes fincas que producían para el
mercado, de un número todavía
importante de explotaciones familiares
de pequeñas dimensiones y con unas
elevadas dosis de autoconsumo.
Durante los años cuarenta y cincuenta,
Málaga participó ampliamente de este
situación general que acaba de
describirse. En treinta años -los que
van de 1930 a 1960- la agricultura de la
provincia sólo fue capaz de expulsar un
porcentaje no superior al 5% de sus
trabajadores, lo que significaba que en
este último año el total de personas
dependientes del sector primario
superaba el 55% de todos los activos
provinciales. Tampoco había conseguido
incrementar el porcentaje de suelo
agrícola en regadío (del 6% al 9% para
igual período); mientras que, por el
contrario, sí que se había reducido la
superficie cultivada (a comienzos de los
sesenta había en cultivo casi 50.000
has. menos que en vísperas de la
Segunda República). Por último, apenas
se produjeron cambios significativos en
la estructura de la gran propiedad, lo
que equivale a decir que, en el nivel
provincial, Málaga seguía siendo
fundamentalmente minifundista, pese al
predominio de la gran propiedad en las
comarcas del norte y el oeste de la
provincia (depresión de
Antequera/meseta de Ronda).
Las únicas transformaciones agrarias de
la posguerra tuvieron lugar en los
cultivos: en un proceso iniciado a
finales del siglo XIX, los cereales y
las leguminosas siguieron reduciendo su
superficie, si bien en beneficio casi
exclusivo de los otros dos productos que
conforman la llamada trilogía
mediterránea, la vid (10%) y el olivo
(34%); de modo que entre los tres
ocupaban más del 85% de toda la
superficie cultivada.
La ausencia casi total de elementos
innovadores en al agro malagueño
durante esas décadas, junto a la
coyuntura general del país, se tradujo
en un importante descenso del valor de
la producción agraria, que todavía en
1960 no había sido capaz de alcanzar
los niveles de 1930 (expresado en
pesetas de 1910, el valor de la
producción final era de 220 millones
ese año y de sólo 165 millones en
1962). Una política agraria torpe,
obstruccionista y vinculada a los
intereses de los grandes propietarios,
explica la profunda crisis del sector,
cuya viabilidad dependió especialmente
de la existencia de una sobreabundante
oferta de trabajo que permitía el
mantenimiento de unos costes salariales
extraordinariamente bajos para la
agricultura comercializada y la
reproducción del modelo familiar, de
autoconsumo, en la pequeña propiedad.
De ahí que el rasgo más sobresaliente
de la transformación que en ese momento
comenzó a materializarse fuera el
transvase de población activa a otros
sectores productivos. Para explicar
porqué tuvo lugar entonces, y no
durante las décadas anteriores,
debería tenerse en cuenta el triple
fenómeno que se estaba produciendo en
esos momentos, del que participó
plenamente la agricultura malagueña: a
saber, el crecimiento económico
europeo, el desarrollo industrial de
Cataluña y el País Vasco y el nuevo
papel desempeñado en la propia
provincia por los servicios y
especialmente por el turismo. La
coincidencia de las tres variables
supuso que en diez años abandonaran el
campo malagueño cerca de 70.000
trabajadores, lo que representaba una
caída del empleo agrario cercana a la
mitad de todos los activos censados en
el sector a comienzos de los sesenta.
Como el resto de Andalucía, Málaga se
convirtió en este período en
exportadora neta de mano de obra
-agraria fundamentalmente-, aunque no en
las dimensiones de Sevilla, Jaén o
Córdoba, debido en parte a su ya
apuntada dimensión turística. Este
último factor sí fue decisivo, en
cambio, para que se incrementaran las
diferencias entre las comarcas del
interior -todas, sin excepción,
perdieron población entre 1960 y 1980-
y el litoral, que experimentó a lo
largo de estas dos décadas unas tasas
de crecimiento sin precedentes:
piénsese, por ejemplo, que Marbella
tenía algo más de 12.000 habitantes en
1960, alcanzaba ya los 33.200 en 1970, y
superaba los 67.000 en 1980, y algo
parecido ocurría en Fuengirola (de
8.492 a 30.606 en las dos fechas
extremas citadas), o Estepona (de 13.231
a 24.261), mientras que los núcleos
urbanos más poblados del interior, o
crecían muy poco (casos de Ronda
-28.831 habitantes a 31.383- o Coín
-20.557 a 20.852-), o simplemente se
despoblaban, como ocurrió en Antequera
(42.327 habitantes según el censo de
1960 y apenas 35. 000 en el de 1980),
Alora (de 15.152 a 12.043) y Archidona
(11.594 a 9.997).
La pérdida de población activa desató
la inevitable quiebra de la agricultura
tradicional, pero no fue el único
factor que participó en esta obligada
reconversión agraria. Más arriba se
aludió al incremento de la renta por
habitante que paralelamente se estaba
produciendo en el conjunto de la
provincia. Mayores ingresos y nuevas
pautas de consumo alimentario suelen ir
de la mano, y el caso malagueño no ha
sido una excepción a esta norma.
Las explotaciones agrarias hubieron de
adecuarse a una nueva estructura de la
demanda, y además en un plazo
relativamente corto de tiempo.
Paralelamente, ante el éxodo de
trabajadores hacia otros sectores
productivos, los empresarios se vieron
obligados a sustituir trabajo por
capital y a remunerar aquél mucho mejor
de lo que lo venían haciendo hasta ese
momento.
La readaptación, en una provincia en la
que conviven agriculturas tan distintas
como la malagueña, no podía ser única
ni seguir los mismos ritmos: en general,
se avanzó hacia la especialización y
se incrementó extraordinariamente la
productividad, pero mientras que en las
tradicionales comarcas cerealísticas
del norte la renovación, llevada
fundamentalmente desde la gran
propiedad, se centró en la
mecanización y en una cierta
intensificación gracias a la
conversión en regadío de tierras de
secano, y apenas contempló la
sustitución de cultivos -sólo el
girasol fue capaz de competir con una
agricultura mayoritariamente
cerealístíca y olivarera-; en las
zonas de pequeña propiedad del valle
del Guadalhorce y el litoral fue
precisamente este último factor -la
introducción de nuevos cultivos-, junto
al empleo de nuevas técnicas y sistemas
de laboreo (enarenados, invernaderos,
etc.), lo que caracterizaría su
transformación en las décadas más
siguientes. Entre ambas, la agricultura
de montaña, incapaz de adecuarse a la
nueva situación, ha sido la gran
perdedora de este modelo de crecimiento,
lo que ha propiciado que se convierta en
una actividad puramente marginal.
A la postre, como consecuencia de todas
estas transformaciones, el sector
agrario malagueño es cada vez más
agrícola y menos ganadero y forestal.
En un fenómeno común al resto de
Andalucía, la actividad pecuaria
malagueña participa plenamente de la
problemática del subsector a nivel
regional, resumible en unas condiciones
de clima y suelo no adecuadas para la
producción de pastos, su escasa
complementariedad con las actividades
agrícolas en las zonas de gran
propiedad, y el propio estancamiento de
la ganadería extensiva de montaña. Si,
además de las actividades agrarias,
consideramos también la pesca, la
aportación agrícola al sector primario
sigue siendo abrumadora: a pesar de la
tradición marítima de la provincia
-160 kms. de costa-, el subsector
pesquero ha descendido considerablemente
su participación en el producto
provincial a lo largo de los últimos
decenios: la esquilmación de los
caladeros malagueños, los problemas en
los del norte de Africa -incluida la
política pesquera de la Comunidad- y la
propia debilidad estructural del
subsector han contribuido a que tanto la
flota de bajura como la de altura
atraviesen por una situación de crisis
y estancamiento que mal puede corregir
el nuevo marco pesquero comunitario.
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Playa de Benalmádena Costa
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Debilidad
industrial y terciarización
Al margen del sector agrario, los rasgos
fundamentales que conforman el resto de la
estructura productiva andaluza durante las tres
últimas décadas -limitado desarrollo industrial y
predominio de los servicios-, muestran un carácter
todavía más acusado en el caso de la provincia
malagueña. Inevitablemente, ello se ha traducido en
un desequilibrio aún mayor del que caracteriza a
nuestra economía regional. Por supuesto, buena
parte de las causas de este fenómeno deben buscarse
en la actividad turística, una alternativa asumida
a partir de comienzos de los sesenta, que ha marcado
profundamente la orientación y el ritmo del
crecimiento económico de la provincia desde
entonces hasta nuestros días: de un lado,
contribuyendo a conformar un modelo industrial
escasamente articulado en el que la construcción
tiene un peso decisivo; de otro, generando una serie
de actividades complementarias en el marco de un
sector terciario hiperdesarrollado, que han servido
para acentuar aún más los desequilibrios
intraprovinciales.
Pero, además, la reducida aportación de la
industria a la producción provincial tiene que ver
con los rasgos de la propia estructura interna del
sector. No debe olvidarse que Málaga, frente a lo
que sucedió en otras provincias andaluzas, quedó
al margen de los instrumentos de desarrollo
industrial regional que se impulsaron con el Plan de
Estabilización de 1959. La inversión pública,
canalizada a través del INI, se limitó a una
empresa textil -Intelhorce, privatizada por primera
vez en 1972-, mientras que la inversión privada
mostró, ya desde comienzos de los sesenta, una
clara orientación hacia el subsector de la
construcción. Desde entonces, y al menos hasta
mediados de los ochenta, la estructura industrial
malagueña -y éste quizá sea su rasgo distintivo
más importante- ha sufrido escasas modificaciones.
Las gráficas que acompañan estas páginas, en las
que se muestra la participación sectorial del VAB
industrial, son concluyentes a este respecto: en los
cuatro años seleccionados (1964, 1975 ,1985 y
1993), alrededor del 40% de todo el valor añadido
lo genera la industria de la construcción, que
además no deja de crecer a lo largo del período
considerado. A mucha distancia, se sitúan las
industrias de bienes de consumo -textil y
alimentaria-, un sector metalúrgico dominado por
las empresas de transformados metálicos, las
actividades energético-extractivas y la industria
química.
Esta distribución sectorial sólo en los últimos
años parece modificarse con la presencia de
empresas dedicadas a la fabricación de material de
transporte y aquellas ligadas al subsector
electrónico-informático.
Un modelo de especialización caracterizado asimismo
por una producción industrial de bajo valor
añadido, una estructura productiva dominada por la
pequeña empresa (a finales de los setenta el
número medio de trabajadores por establecimiento
apenas superaba los nueve), un radio de
comercialización muy restringido (mayoritariamente
local y provincial), unos niveles de mecanización
inferiores al conjunto nacional y un índice de
localización muy elevado, con el predominio
absoluto de la capital como zona de ubicación
industrial. Así, en 1988, el 63% de toda la
producción industrial provincial se localizaba en
el término municipal de Málaga, seguido a gran
distancia de la Costa del Sol occidental (con el
14%, sin duda como consecuencia de la actividad
constructiva) y la depresión de Antequera (9%),
cuya cabecera de comarca dispone de uno de los
polígonos industriales más dinámicos de toda la
provincia, y donde Archidona y especialmente
Campillos también ofrecen una cierta actividad
fabril.
Las reducidas dimensiones del tejido industrial
malagueño contrastan con la abrumadora presencia de
actividades ligadas al sector terciario. De tal
forma, si apenas hasta hace tres décadas la
economía provincial podía ser caracterizada como
eminentemente agraria -recuérdese que todavía en
los años cincuenta, más de un 60% de toda la
producción y el empleo los generaba el sector
primario-, al menos a partir de los setenta son los
servicios los que, con parecidos porcentajes, han
pasado a representar la base económica de la
provincia.
Este fenómeno de terciarización es común a todas
las sociedades desarrolladas, donde se manifiesta
como la fase posterior a la culminación de sus
respectivos procesos de industrialización. Sin
embargo, en el caso malagueño -y en general en toda
Andalucía- tiene unas connotaciones más negativas:
en esta región, el ascenso de los servicios se ha
producido sin que previamente haya tenido lugar
ningún fenómeno industrializador o, expresado en
otros términos, sin que en momento alguno la
industria haya representado porcentajes de empleo y
producción superiores al 25% del conjunto de las
actividades productivas. En consecuencia, el
espectacular crecimiento de los servicios se deriva
parcialmente de la imposibilidad de la industria
andaluza por absorber la mano de obra expulsada
desde un sector agrario en plena transformación.
Con todo, lo más significativo radica en las
dimensiones y la rapidez con que se ha llevado a
cabo esta transformación: Málaga ha pasado de ser
una provincia agraria a otra de servicios, hasta
convertirse en la provincia andaluza que actualmente
presenta unos niveles de terciarización más
elevados (nada menos que un 77,9% en 1993), aunque
también se trate de la menos agraria de las ocho
(sólo el 6,7% de la población activa trabaja en la
agricultura, la pesca y la ganadería). ¿Por qué
los servicios han experimentado un crecimiento tan
notable en el caso malagueño? Algunas pistas ofrece
el diagrama donde se ofrece la distribución interna
del sector para mediados de esta década. Como puede
observarse, Málaga participa de características
comunes el resto de la región, tales como la
importancia de los servicios colectivos no
destinados a la venta (la sanidad, la educación), y
en general de todos aquellos derivados de la
conformación de un Estado que ha incrementado
sustancialmente la cuantía y el abanico de sus
prestaciones en las últimas décadas.
Asimismo, deben apuntarse los cambios en la demanda
provocados por el incremento de la renta familiar
disponible, lo que ha generado la multiplicación de
los servicios a disposición del consumidor. No
obstante, la diferencia fundamental del terciario
malagueño con respecto al resto de la región
radica, como ya sucediera en el sector secundario,
en el peso de las actividades turísticas, que
directamente -véase la evolución del apartado
"Hostelería y Restauración"- o de manera
indirecta -transportes, alquileres, comercio-
determinan la composición de los servicios en la
provincia. Una especialización que, sin embargo, no
deja de plantear inconvenientes, al basarse en un
subsector que necesita una profunda
reestructuración y que además depende casi
exclusivamente de una actividad sujeta a frecuentes
fluctuaciones como es la turística. |
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La nueva autopista de peaje
facilita el desarrollo
turístico
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El turismo, motor de la
economía en la segunda mitad del siglo
Tras la Guerra Civil, las condiciones políticas,
económicas y sociales no fueron, durante los años
cuarenta, tanto a nivel internacional como nacional, las
más idóneas para el desarrollo de las actividades
turísticas. Los trágicos años de la Segunda Guerra
Mundial, el consiguiente empobrecimiento de buena parte de
las naciones europeas y el aislamiento internacional a que
se vio sometida España, no favorecieron en modo alguno la
llegada de turistas a Málaga. Lo más destacable de esta
difícil etapa fue la inauguración en nuestra provincia de
dos establecimientos hoteleros estatales: el albergue de
carretera de Antequera (1940) y la hostería de Gibralfaro
(1948), encuadrados ambos en la Red Nacional de Paradores y
Albergues de Carretera que se había creado en 1928.
El momento decisivo para el turismo llegaría en Málaga,
como en el resto de España, en las décadas de los años
cincuenta y, sobre todo, sesenta. Una conjunción de
factores contribuyeron a que, especialmente desde 1959, se
produjera una masiva inclinación a viajar al país. La
prosperidad económica que se disfrutaba en Norteamérica y
buena parte de Europa, el avance experimentado a nivel
internacional por los medios de transporte, la cercanía
geográfica de España a las principales naciones emisoras
de turistas, la devaluación de la peseta en 1959 y la
política que mantuvo los precios turísticos españoles a
niveles muy competitivos en relación a otros mercados,
coadyuvaron, junto con la bondad del clima, la variedad
geográfica, el rico patrimonio artístico y cultural, y la
abundancia de playas, a que España, y fundamentalmente la
costa mediterránea y los dos archipiélagos, se
convirtieran en un destacadísimo centro receptor del
turismo mundial. No cabe la menor duda de que Málaga y su
Costa del Sol desempeñaron un papel muy notable en todo
este proceso.
Un número cada vez mayor de ciudadanos norteamericanos y
europeos, sobre todo ingleses y alemanes, deseosos de poder
disfrutar de unas vacaciones en un lugar tranquilo, soleado,
con una infraestructura hotelera nueva, con buenas playas, y
con unos precios muy baratos, eligieron la provincia
malagueña como punto de destino de sus viajes de placer. Al
vislumbrar las enormes posibilidades que para nuestra
economía podría reportar el creciente fenómeno
turístico, la inmensa mayoría de la sociedad malagueña
reclamó para dicha actividad todo el apoyo y el fomento que
fueron necesarios para su complejo desarrollo. Autoridades,
empresarios y trabajadores coincidieron en que, si se
quería convertir a la Costa del Sol en un centro turístico
de atracción mundial, era necesario, entre otras cosas,
poner en marcha una eficiente labor de propaganda de sus
excelencias en el exterior, incrementar y mejorar el sistema
de comunicaciones existente, ofrecer al viajero una estancia
grata y confortable en alojamientos dignos y asequibles a
diferentes presupuestos y exigencias, perfeccionar el
sistema de alcantarillado y el abastecimiento de agua a las
poblaciones, sanear y limpiar las playas, instalar un
servicio telefónico acorde a las nuevas necesidades, crear
una escuela de hostelería donde se pudieran formar los
futuros profesionales del sector, construir instalaciones
deportivas y recintos de recreo y diversión. La tarea que
se había de realizar fue, obviamente, ingente, y en ella
participaron, aunque no siempre acertadamente, más que nada
por no prevenir las posibles consecuencias negativas a largo
plazo de determinadas actuaciones, especialmente desde un
punto de vista medioambiental y urbanístico, tanto la
iniciativa privada como, en bastante menor medida, el
Estado.
El fruto de todo aquel inmenso trabajo fue la conversión de
la Costa del Sol en una zona turística de renombre
internacional y en una de las más visitadas del ámbito
nacional. Málaga supo vender bien, tanto a los turistas
extranjeros como a los españoles, su clima, su sol y sus
playas, es decir, tres de los principales motivos que
impulsaban a los turistas de los sesenta a visitar nuestro
país. Como la promoción fue efectiva y el número de
visitantes creciente en el tiempo, fue vital adecuar de
manera rápida la oferta hotelera malagueña a las nuevas
necesidades. Y los empresarios así lo hicieron. La
celeridad con que se produjo la expansión del sector dentro
de la provincia queda de manifiesto al comprobar que los 47
establecimientos hoteleros existentes en 1955 y sus
correspondientes 2.148 plazas se convirtieron en 1970 en 293
y 22.637 respectivamente. Esto permitió que el sector
hotelero malagueño ocupara el primer lugar dentro de
Andalucía y el quinto a nivel nacional.
Desde ese momento, y salvo dos etapas especialmente
críticas, 1973-1977 (primera crisis del petróleo y
transición política española hacia la democracia) y
1989-1993 (Guerra del Golfo y movimientos financieros
especulativos), el turismo ha sido un sector en continua
expansión en la provincia de Málaga. Pero no sólo
cuantitativamente; sino también cualitativamente. La oferta
hotelera clásica se ha estancado mientras que la oferta no
hotelera ha experimentado un constante desarrollo: el
producto exclusivo de sol y playa se ha ido ampliando con
una oferta de turismo cultural, deportivo, de incentivos,
congresos, rural, y la intuición de los pioneros ha dado
paso a un sector definitivamente profesionalizado, que
segmenta el mercado por nacionalidad y tipología turística
y que, desde fechas recientes, ha dispuesto de informes o
planes estratégicos o globales, y de nuevos y mejores
instrumentos para el análisis.
En consecuencia, alrededor de cuarenta años después de que
se iniciara la expansión turística, dicha actividad ha
alcanzado en la actualidad un altísimo nivel. Las
siguientes cifras, todas ellas de 1997, son bastante
elocuentes: 1) durante dicho año se alojaron en los
establecimientos hoteleros de la Costa del Sol 2,3 millones
de viajeros, es decir, el 29,2% y el 5,6% de los alojados en
Andalucía y España, respectivamente. Además, de cada cien
pernoctaciones registradas en establecimientos hoteleros
andaluces y españoles, 45,2 y 7,1, respectivamente, se
realizaron en Málaga; 2) el grado de ocupación de la
oferta hotelera (73%) fue superior al de la española
(61,7%) y al de la andaluza (59,1%); 3) según el Instituto
Nacional de Estadística, en nuestra provincia se ubica el
20,4% de los establecimientos hoteleros andaluces y el 3,3%
de los españoles. Los 211 establecimientos hoteleros
malagueños ofrecen 44.549 plazas, es decir, el 36,6% de los
existentes en Andalucía y el 6% de las plazas hoteleras
españolas; 4) si seguimos a la información suministrada
por el Registro de Establecimientos y Actividades
Turísticas, se observa que, con respecto al conjunto de la
comunidad andaluza, Málaga cuenta con el 25,3% de los
establecimientos hoteleros registrados, con el 62,5% de los
apartamentos, con el 21,1% de los campamentos, con el 19,5%
de las pensiones, con el 36,9% de los restaurantes, con el
49,1% de las cafeterías y con el 34,8% de las agencias de
viajes. Por lo que respecta a las plazas, dispone del 39,6
de los establecimientos hoteleros, del 59,8% de los
apartamentos, el 18,7% en campamentos y del 20,7% en
pensiones.
A finales del milenio, el turismo es, indudablemente, el
principal motor de la economía malagueña. Es un sector que
da trabajo a alrededor de 50.000 personas, con un valor
añadido bruto interior que representa, entre producción
directa e inducida, algo más del 25% del producto interior
bruto total malagueño, y que afortunadamente se enfrenta a
un futuro enormemente esperanzador. Según la Organización
Mundial del Turismo, en el año 2010 habrá anualmente 1.000
millones de viajeros, frente a los 600 millones actuales, y
con una capacidad de gasto cuatro veces mayor. El reto es
atractivo y mucho lo que hay en juego. La excesiva
dependencia de la economía malagueña respecto del turismo
obliga a que sus empresarios, trabajadores, autoridades y,
en definitiva, a todos los ciudadanos, aporten su parte
alicuota para que Málaga, que cuenta con una imagen
turística diferenciada e inconfundible en el mercado
mundial, consiga mantener e incluso mejorar su merecida
situación de privilegio.
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