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La economía malagueña en el siglo XX: Hacia la terciarización de las actividades productivas de la Guerra Civil a nuestros días

La década de los sesenta representa, en la provincia malagueña, la bisagra entre dos realidades completamente distintas

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Fábrica de azúcar de Torre del Mar

La Málaga de los años cuarenta y cincuenta participa, asume y hasta parece acrecentar los rasgos de tradicionalidad y atraso que todavía la caracterizaban a comienzos de siglo. La de los setenta, ochenta y noventa muestra la definitiva terciarización de su economía y su decidida apuesta por un desarrollo industrial acorde con un modelo de sociedad que, por niveles de renta y consumo, intenta alejarse del subdesarrollo y afrontar el nuevo milenio desde una posición mucho más favorable y menos desequilibrada.

Los cambios, enmarcados primero en el desarrollismo franquista, más tarde en la crisis de los setenta y primeros ochenta, y por último en la recuperación de la segunda mitad de la pasada década y en la que se vive desde 1994-95, tienen en la provincia un componente añadido de singular importancia: la actividad turística. Las repercusiones de este fenómeno, más allá de las puramente económicas, han caracterizado un modelo de crecimiento que parece haber contribuido a incrementar los desequilibrios entre la Málaga de la costa y la del interior -la turística/urbana y la rural-, pero que, al menos en los últimos años, no renuncia a profundizar en un desarrollo que se pretende más equilibrado y en el que se aspira a conseguir la definitiva consolidación de una estructura productiva basada en la complementariedad entre los servicios y un sector industrial tecnológicamente avanzado.

La magnitud de la transformación operada en el curso de las cuatro últimas décadas queda puesta de manifiesto en los cuadros que acompañan estas líneas. De un lado, la aportación sectorial al producto provincial muestra, sin ambages, el fuerte y continuado descenso en la participación agraria, paralelo al incremento del sector servicios, que sin embargo ya partía de una situación de predominio antes de iniciarse la fase expansiva de los sesenta. Entre ambos, la situación de la industria es un ejemplo más del desequilibrado crecimiento económico malagueño y de la rapidez con que se han sucedido los cambios en su estructura productiva: las ganancias de la industria provincial durante la década del "desarrollo" quedaron totalmente anuladas en los años posteriores por la propia crisis del sector y el decisivo impulso hacia la terciarización que, como consecuencia directa del "boom" turístico, experimentó la provincia y especialmente las zonas del litoral.

Por otra parte, esta redistribución sectorial se ha acompañado de un considerable incremento de la renta "per capita". Un fenómeno común al conjunto de la economía española, sobre el que pueden puntualizarse algunos extremos en el caso malagueño. Expresado en pesetas constantes de 1970, la renta por habitante ha pasado de 20.792 ptas. en 1955 a 61.816 veinte años más tarde y a 82.519 en 1993: un crecimiento porcentual superior al de la media española durante ese mismo período, y también al del conjunto andaluz, al menos desde mediados de los años sesenta. Estas tasas han permitido a la provincia mejorar sensiblemente su posición regional, hasta el punto de que a comienzos de los noventa ocupaba ya el primer lugar en cuanto a niveles de renta familiar disponible, por delante de Sevilla y Almería -primera posición perdida a mediados de esta década, en beneficio de Huelva y Almería-, así como acortar distancias con respecto al total nacional. No obstante, esta última comparación permite situar la posición actual y el proceso de modernización malagueño en sus justos términos: pese a la ganancia de casi veinte puntos entre 1955 y mediados de la década de los noventa, lo cierto es que la renta familiar disponible malagueña se encuentra todavía por debajo (supone alrededor de un 80%) de la media española, y que además el proceso de convergencia parece haberse detenido en la última década.

La positiva evolución de estos grandes agregados tampoco puede ocultar el enorme coste social -entendido en su más amplia acepción- que ha supuesto, todavía más cuando muchos de estos cambios se han materializado en un corto período de tiempo. Además, como no podía dejar de ocurrir en una sociedad que participa cada vez más de relaciones capitalistas de producción, ni los avances se han repartido por igual -ya sea espacialmente, ya en lo que se refiere a las distintas actividades productivas-, ni todos los grupos sociales han participado de la misma forma de esta transformación. Tres ejemplos pueden bastar para, ilustrando las afirmaciones anteriores, descubrir algunos de los grandes perdedores de este proceso de modernización: la quiebra definitiva de la agricultura tradicional, el intenso fenómeno migratorio dirigido a Europa y otras zonas españolas y el desastre urbanístico y ecológico generado por la construcción desordenada y especulativa en las zonas turísticas. Desgraciadamente no han sido los únicos. Por encima de consideraciones comunes a todo proceso de desarrollo económico -la emergencia de nuevos sectores en perjuicio de otros-, como se apuntó más arriba, quizá el rasgo más destacable del comportamiento de la economía malagueña en los últimos decenios haya sido el de su desequilibrado crecimiento. Ello ha contribuido a que, pese a las elevadas tasas alcanzadas en el decenio 1960/70, no hayan podido corregirse las desigualdades de renta -al contrario, han aumentado paralelamente al incremento de los niveles medios de ingreso-; a que la provincia se mostrase incapaz de consolidar una estructura industrial que ejerciera un papel impulsor sobre el resto de las actividades económicas -ha estado dominada por la construcción, y ésta, a su vez, orientada hacia la demanda turística-; y por último, aunque no menos importante, a que se haya visto incapaz de eliminar los desequilibrios en el mercado de trabajo: pese a la emigración y la modernización agraria, las comarcas del interior siguen siendo excedentarias en mano de obra (en 1980, por ejemplo, la población activa agraria en las comarcas de Antequera y del valle del Guadalhorce eran del 60,2% y del 68% respectivamente), y en el conjunto de la provincia, los niveles de desempleo alcanzan valores tan elevados -cercanos al 30% de toda la población activa en la última década- y tan difíciles de reducir, que han llegado a convertirse en un componente estructural del mercado laboral malagueño. En cualquier caso, ampliando algunas de las afirmaciones anteriores, las páginas que siguen tratarán de resumir y ponderar de la manera más objetiva posible las dimensiones y el ritmo de esta modernización, así como el costo de la misma.

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Vista de la prolongación de la Alameda

El desarrollo urbano: de la Autarquía a nuestros días

La paralización de las propuestas urbanas de la Dictadura fue casi total: la crisis económica provocada como consecuencia de la depresión internacional, la Guerra C ivil y la inmediata posguerra no eran el marco adecuado para profundizar en los proyectos urbanizadores planteados en la década anterior. Y ello, pese a que la atonía económica y la crisis social no correspondió con el estancamiento demográfico: más bien al contrario, la población de la capital continuó creciendo, de forma que los algo más de 188.000 habitantes de 1930 se convirtieron en 238.000 en 1940 y en 276.000 diez años más tarde. Nada menos que casi 90.000 nuevos malagueños. Para muchos de ellos, la única posibilidad de vivienda pasó por el chabolismo o el hacinamiento en las casas de vecinos que se multiplicaban en los barrios populares. Ambos fueron los factores urbanísticos definitorios de la Málaga de la Autarquía; los intentos por corregir una situación que venía a sumarse a las condiciones de miseria en la que vivían entonces muchos malagueños, no se producirían hasta comienzos de los años cincuenta.

Algunos años antes, las autoridades provinciales habían retomado teóricamente las líneas generales de los planeamientos urbanos de la Dictadura: el desarrollo del ensanche de la zona Oeste mediante la prolongación de la Alameda y, a partir de ésta, la creación de un nuevo eje este-oeste, que, una vez roto el tejido urbano del Perchel, permitiera superar la distancia entre las dos ciudades que hasta esos momentos separaba el río, cuya desviación también se volvió a plantear en aquellos momentos. Pero fueron exclusivamente proyectos, igual que la búsqueda de un nuevo estilo arquitectónico (el "estilo Málaga") que permitiera plasmar las esencias de una supuesta arquitectura malagueña.

Su materialización -los barrios autárquicos- no llegaría hasta los años cincuenta; por orden cronológico, y junto a actuaciones puntuales, los grupos de viviendas construidas por el franquismo fueron las siguientes: Haza Cuevas y el Grupo Gómez de la Serna (ambos de 1950), Ciudad Jardín (1953), las barriadas Sixto y Girón (1954 y 1955), Generalísimo Franco (en Ciudad Jardín, 1956), Santa Julia (1957) y Sánchez Arjona (1959); en los primeros sesenta se unirían a los anteriores los grupos Herrera Oria (1962) y Virgen del Carmen (1964). En conjunto, llegaron a formar toda una corona de barrios periféricos al Oeste de la ciudad. Todos ellos seguían con rigidez los esquemas propuestos desde la administración franquista: una tipología ruralizante, una adecuación a las tramas definidas en los años veinte e incluso a su misma localización, y hasta una plasmación constructiva del espíritu autárquico del momento, con unidades aisladas y autosuficientes, diseñadas para albergar la población rural emigrada a la capital.

Pero, además, el franquismo trajo también su propio Plan de Ordenación Urbana: fue el de José González Edo (1950), que según todos los especialistas marcaría un hito en la historia urbana de la ciudad. El nuevo Plan, aunque mantenía elementos clave de la planificación anterior, contemplaba una nueva lectura extraordinariamente respetuosa con la ciudad histórica -una ciudad de altura media-, y una integración fluida y sin rupturas entre ésta y la que proponía el nuevo crecimiento urbano, que por primera vez se articulaba en función de distintos planes parciales.

Desgraciadamente el Plan quedaría anulado en 1964, y la ciudad desprovista de un marco regulativo, especialmente necesario en unos años tan transcendentales y decisivos como fueron los del desarrollismo en los sesenta y primeros setenta: la quiebra definitiva de la agricultura tradicional y el papel del turismo en la economía provincial condicionaron un balance demográfico favorable al litoral, que afectó asimismo a la propia capital, que de nuevo ganó otros cien mil habitantes entre los censos de 1950 y 1970. Este aluvión migratorio ligado al desarrollismo fue resuelto mediante la construcción de polígonos de viviendas -de elevada densidad constructiva y mínimos equipamientos y servicios- en el oeste y, en especial, en los alrededores de la carretera de Cádiz, y asimismo con el viejo recurso de las autoconstrucciones y las chabolas. Paralelamente, el núcleo histórico comenzaba a ser abandonado, y parte de esa población se trasladaba a alguno de los polígonos del este o a la propia Malagueta, transformada radicalmente en aquella década, mientras que, en el oeste, los barrios autárquicos perdían su carácter periférico quedando englobados definitivamente en la propia centralidad urbana. En fin, la Obra Sindical del Hogar aportaba "soluciones" al problema del chabolismo, expulsando a las clases populares del centro de la ciudad -los barrios del Perchel y la Trinidad- y reubicándolas en el norte, especialmente en el complejo Palma-Palmilla, comenzado a construir en 1959.

A principios de los setenta el desorden urbanístico amenazaba con quebrar la estructura urbana de la capital. Sólo en tales circunstancias, el Ayuntamiento emprendió la redacción de un nuevo Plan (el de Caballero y Alvarez de Toledo, 1971), que sin embargo se demostraría incapaz de reconducir la situación: al contrario, fuertemente influenciado por la urbanística funcionalista recogida en la Carta de Atenas, el nuevo Plan sancionaría el modelo especulativo malagueño y, con él, la destrucción de algunas de las últimas señas de identidad de la ciudad histórica.

La crisis de ese modelo irrumpiría al tiempo que los primeros síntomas de la crisis económica general. Además, el nuevo marco político impulsaría un mayor análisis crítico, asumido por asociaciones de vecinos y otros colectivos profesionales. El Plan Especial de Reforma Interior de Trinidad y Perchel supuso el primer proyecto de intervención en la ciudad histórica alejado de los presupuestos urbanísticos del franquismo. Algunos años más tarde, un nuevo P.G.O.U. -el de los arquitectos Damián Quero, Salvador Moreno Peralta y José Seguí, aprobado en 1983-, marcaba las distancias definitivas con respecto al planeamiento urbano inmediatamente anterior.

En definitiva, el Plan de 1983 -el primero que en España asume la urbanística europea y rompe con la tradición funcionalista-, tiene mucho más en cuenta a la ciudad construida, y en base a este planteamiento teórico asume lo que serán rasgos fundamentales de su actuación: la rehabilitación (con especial referencia a la ciudad histórica), la ordenación (con diseños de trazado de las nuevas zonas de extensión urbana) y la integración (sobre todo con el desarrollo de los sistemas viarios rápidos).

Pese a todo, el Plan -objeto de una discutible revisión en 1997- ha sido incapaz de corregir algunas de las tendencias que ya se habían planteado en la década anterior: entre otras, el incremento de la actividad constructiva en la zona residencial del Este -altamente densificada-, y el progresivo deterioro del centro histórico, incluidos los barrios periféricos históricos (Trinidad y Perchel, entre otros). Sí se produce una creciente mejora de las dotaciones y servicios urbanos, y en general la calidad del medio ambiente urbano parece evolucionar hacia parámetros cada vez más alejados de los que habían caracterizado la Málaga desarrollista.

Paralelamente, esta renovación intraurbana ha coincidido en el tiempo con el desarrollo de la gran área metropolitana, de forma que los problemas locales deben plantearse ya en unos términos distintos: en este sentido, la construcción de las rondas ha contribuido decisivamente a definir un área metropolitana litoral que en sus extremos este-oeste abarca de Vélez Málaga a Marbella, y en donde viven -sin contar la estacionalidad derivada de la actividad turística- más de un millón de personas.

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Zona industrial de calle Héroe de Sostoa 

La crisis de la agricultura familiar

El modelo de agricultura tradicional que entró en quiebra definitiva en España a lo largo de la década de los sesenta se caracterizaba por su baja productividad (consecuencia del mantenimiento de un porcentaje muy elevado de población activa y del empleo de técnicas atrasadas), una oferta escasamente diversificada (predominio de los cultivos de carácter extensivo), y la coexistencia, junto a grandes fincas que producían para el mercado, de un número todavía importante de explotaciones familiares de pequeñas dimensiones y con unas elevadas dosis de autoconsumo.

Durante los años cuarenta y cincuenta, Málaga participó ampliamente de este situación general que acaba de describirse. En treinta años -los que van de 1930 a 1960- la agricultura de la provincia sólo fue capaz de expulsar un porcentaje no superior al 5% de sus trabajadores, lo que significaba que en este último año el total de personas dependientes del sector primario superaba el 55% de todos los activos provinciales. Tampoco había conseguido incrementar el porcentaje de suelo agrícola en regadío (del 6% al 9% para igual período); mientras que, por el contrario, sí que se había reducido la superficie cultivada (a comienzos de los sesenta había en cultivo casi 50.000 has. menos que en vísperas de la Segunda República). Por último, apenas se produjeron cambios significativos en la estructura de la gran propiedad, lo que equivale a decir que, en el nivel provincial, Málaga seguía siendo fundamentalmente minifundista, pese al predominio de la gran propiedad en las comarcas del norte y el oeste de la provincia (depresión de Antequera/meseta de Ronda).

Las únicas transformaciones agrarias de la posguerra tuvieron lugar en los cultivos: en un proceso iniciado a finales del siglo XIX, los cereales y las leguminosas siguieron reduciendo su superficie, si bien en beneficio casi exclusivo de los otros dos productos que conforman la llamada trilogía mediterránea, la vid (10%) y el olivo (34%); de modo que entre los tres ocupaban más del 85% de toda la superficie cultivada.

La ausencia casi total de elementos innovadores en al agro malagueño durante esas décadas, junto a la coyuntura general del país, se tradujo en un importante descenso del valor de la producción agraria, que todavía en 1960 no había sido capaz de alcanzar los niveles de 1930 (expresado en pesetas de 1910, el valor de la producción final era de 220 millones ese año y de sólo 165 millones en 1962). Una política agraria torpe, obstruccionista y vinculada a los intereses de los grandes propietarios, explica la profunda crisis del sector, cuya viabilidad dependió especialmente de la existencia de una sobreabundante oferta de trabajo que permitía el mantenimiento de unos costes salariales extraordinariamente bajos para la agricultura comercializada y la reproducción del modelo familiar, de autoconsumo, en la pequeña propiedad.

De ahí que el rasgo más sobresaliente de la transformación que en ese momento comenzó a materializarse fuera el transvase de población activa a otros sectores productivos. Para explicar porqué tuvo lugar entonces, y no durante las décadas anteriores, debería tenerse en cuenta el triple fenómeno que se estaba produciendo en esos momentos, del que participó plenamente la agricultura malagueña: a saber, el crecimiento económico europeo, el desarrollo industrial de Cataluña y el País Vasco y el nuevo papel desempeñado en la propia provincia por los servicios y especialmente por el turismo. La coincidencia de las tres variables supuso que en diez años abandonaran el campo malagueño cerca de 70.000 trabajadores, lo que representaba una caída del empleo agrario cercana a la mitad de todos los activos censados en el sector a comienzos de los sesenta.

Como el resto de Andalucía, Málaga se convirtió en este período en exportadora neta de mano de obra -agraria fundamentalmente-, aunque no en las dimensiones de Sevilla, Jaén o Córdoba, debido en parte a su ya apuntada dimensión turística. Este último factor sí fue decisivo, en cambio, para que se incrementaran las diferencias entre las comarcas del interior -todas, sin excepción, perdieron población entre 1960 y 1980- y el litoral, que experimentó a lo largo de estas dos décadas unas tasas de crecimiento sin precedentes: piénsese, por ejemplo, que Marbella tenía algo más de 12.000 habitantes en 1960, alcanzaba ya los 33.200 en 1970, y superaba los 67.000 en 1980, y algo parecido ocurría en Fuengirola (de 8.492 a 30.606 en las dos fechas extremas citadas), o Estepona (de 13.231 a 24.261), mientras que los núcleos urbanos más poblados del interior, o crecían muy poco (casos de Ronda -28.831 habitantes a 31.383- o Coín -20.557 a 20.852-), o simplemente se despoblaban, como ocurrió en Antequera (42.327 habitantes según el censo de 1960 y apenas 35. 000 en el de 1980), Alora (de 15.152 a 12.043) y Archidona (11.594 a 9.997).

La pérdida de población activa desató la inevitable quiebra de la agricultura tradicional, pero no fue el único factor que participó en esta obligada reconversión agraria. Más arriba se aludió al incremento de la renta por habitante que paralelamente se estaba produciendo en el conjunto de la provincia. Mayores ingresos y nuevas pautas de consumo alimentario suelen ir de la mano, y el caso malagueño no ha sido una excepción a esta norma.

Las explotaciones agrarias hubieron de adecuarse a una nueva estructura de la demanda, y además en un plazo relativamente corto de tiempo. Paralelamente, ante el éxodo de trabajadores hacia otros sectores productivos, los empresarios se vieron obligados a sustituir trabajo por capital y a remunerar aquél mucho mejor de lo que lo venían haciendo hasta ese momento.

La readaptación, en una provincia en la que conviven agriculturas tan distintas como la malagueña, no podía ser única ni seguir los mismos ritmos: en general, se avanzó hacia la especialización y se incrementó extraordinariamente la productividad, pero mientras que en las tradicionales comarcas cerealísticas del norte la renovación, llevada fundamentalmente desde la gran propiedad, se centró en la mecanización y en una cierta intensificación gracias a la conversión en regadío de tierras de secano, y apenas contempló la sustitución de cultivos -sólo el girasol fue capaz de competir con una agricultura mayoritariamente cerealístíca y olivarera-; en las zonas de pequeña propiedad del valle del Guadalhorce y el litoral fue precisamente este último factor -la introducción de nuevos cultivos-, junto al empleo de nuevas técnicas y sistemas de laboreo (enarenados, invernaderos, etc.), lo que caracterizaría su transformación en las décadas más siguientes. Entre ambas, la agricultura de montaña, incapaz de adecuarse a la nueva situación, ha sido la gran perdedora de este modelo de crecimiento, lo que ha propiciado que se convierta en una actividad puramente marginal.

A la postre, como consecuencia de todas estas transformaciones, el sector agrario malagueño es cada vez más agrícola y menos ganadero y forestal. En un fenómeno común al resto de Andalucía, la actividad pecuaria malagueña participa plenamente de la problemática del subsector a nivel regional, resumible en unas condiciones de clima y suelo no adecuadas para la producción de pastos, su escasa complementariedad con las actividades agrícolas en las zonas de gran propiedad, y el propio estancamiento de la ganadería extensiva de montaña. Si, además de las actividades agrarias, consideramos también la pesca, la aportación agrícola al sector primario sigue siendo abrumadora: a pesar de la tradición marítima de la provincia -160 kms. de costa-, el subsector pesquero ha descendido considerablemente su participación en el producto provincial a lo largo de los últimos decenios: la esquilmación de los caladeros malagueños, los problemas en los del norte de Africa -incluida la política pesquera de la Comunidad- y la propia debilidad estructural del subsector han contribuido a que tanto la flota de bajura como la de altura atraviesen por una situación de crisis y estancamiento que mal puede corregir el nuevo marco pesquero comunitario.

 
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Playa de Benalmádena Costa

Debilidad industrial y terciarización

Al margen del sector agrario, los rasgos fundamentales que conforman el resto de la estructura productiva andaluza durante las tres últimas décadas -limitado desarrollo industrial y predominio de los servicios-, muestran un carácter todavía más acusado en el caso de la provincia malagueña. Inevitablemente, ello se ha traducido en un desequilibrio aún mayor del que caracteriza a nuestra economía regional. Por supuesto, buena parte de las causas de este fenómeno deben buscarse en la actividad turística, una alternativa asumida a partir de comienzos de los sesenta, que ha marcado profundamente la orientación y el ritmo del crecimiento económico de la provincia desde entonces hasta nuestros días: de un lado, contribuyendo a conformar un modelo industrial escasamente articulado en el que la construcción tiene un peso decisivo; de otro, generando una serie de actividades complementarias en el marco de un sector terciario hiperdesarrollado, que han servido para acentuar aún más los desequilibrios intraprovinciales.

Pero, además, la reducida aportación de la industria a la producción provincial tiene que ver con los rasgos de la propia estructura interna del sector. No debe olvidarse que Málaga, frente a lo que sucedió en otras provincias andaluzas, quedó al margen de los instrumentos de desarrollo industrial regional que se impulsaron con el Plan de Estabilización de 1959. La inversión pública, canalizada a través del INI, se limitó a una empresa textil -Intelhorce, privatizada por primera vez en 1972-, mientras que la inversión privada mostró, ya desde comienzos de los sesenta, una clara orientación hacia el subsector de la construcción. Desde entonces, y al menos hasta mediados de los ochenta, la estructura industrial malagueña -y éste quizá sea su rasgo distintivo más importante- ha sufrido escasas modificaciones. Las gráficas que acompañan estas páginas, en las que se muestra la participación sectorial del VAB industrial, son concluyentes a este respecto: en los cuatro años seleccionados (1964, 1975 ,1985 y 1993), alrededor del 40% de todo el valor añadido lo genera la industria de la construcción, que además no deja de crecer a lo largo del período considerado. A mucha distancia, se sitúan las industrias de bienes de consumo -textil y alimentaria-, un sector metalúrgico dominado por las empresas de transformados metálicos, las actividades energético-extractivas y la industria química.

Esta distribución sectorial sólo en los últimos años parece modificarse con la presencia de empresas dedicadas a la fabricación de material de transporte y aquellas ligadas al subsector electrónico-informático.

Un modelo de especialización caracterizado asimismo por una producción industrial de bajo valor añadido, una estructura productiva dominada por la pequeña empresa (a finales de los setenta el número medio de trabajadores por establecimiento apenas superaba los nueve), un radio de comercialización muy restringido (mayoritariamente local y provincial), unos niveles de mecanización inferiores al conjunto nacional y un índice de localización muy elevado, con el predominio absoluto de la capital como zona de ubicación industrial. Así, en 1988, el 63% de toda la producción industrial provincial se localizaba en el término municipal de Málaga, seguido a gran distancia de la Costa del Sol occidental (con el 14%, sin duda como consecuencia de la actividad constructiva) y la depresión de Antequera (9%), cuya cabecera de comarca dispone de uno de los polígonos industriales más dinámicos de toda la provincia, y donde Archidona y especialmente Campillos también ofrecen una cierta actividad fabril.

Las reducidas dimensiones del tejido industrial malagueño contrastan con la abrumadora presencia de actividades ligadas al sector terciario. De tal forma, si apenas hasta hace tres décadas la economía provincial podía ser caracterizada como eminentemente agraria -recuérdese que todavía en los años cincuenta, más de un 60% de toda la producción y el empleo los generaba el sector primario-, al menos a partir de los setenta son los servicios los que, con parecidos porcentajes, han pasado a representar la base económica de la provincia.

Este fenómeno de terciarización es común a todas las sociedades desarrolladas, donde se manifiesta como la fase posterior a la culminación de sus respectivos procesos de industrialización. Sin embargo, en el caso malagueño -y en general en toda Andalucía- tiene unas connotaciones más negativas: en esta región, el ascenso de los servicios se ha producido sin que previamente haya tenido lugar ningún fenómeno industrializador o, expresado en otros términos, sin que en momento alguno la industria haya representado porcentajes de empleo y producción superiores al 25% del conjunto de las actividades productivas. En consecuencia, el espectacular crecimiento de los servicios se deriva parcialmente de la imposibilidad de la industria andaluza por absorber la mano de obra expulsada desde un sector agrario en plena transformación. Con todo, lo más significativo radica en las dimensiones y la rapidez con que se ha llevado a cabo esta transformación: Málaga ha pasado de ser una provincia agraria a otra de servicios, hasta convertirse en la provincia andaluza que actualmente presenta unos niveles de terciarización más elevados (nada menos que un 77,9% en 1993), aunque también se trate de la menos agraria de las ocho (sólo el 6,7% de la población activa trabaja en la agricultura, la pesca y la ganadería). ¿Por qué los servicios han experimentado un crecimiento tan notable en el caso malagueño? Algunas pistas ofrece el diagrama donde se ofrece la distribución interna del sector para mediados de esta década. Como puede observarse, Málaga participa de características comunes el resto de la región, tales como la importancia de los servicios colectivos no destinados a la venta (la sanidad, la educación), y en general de todos aquellos derivados de la conformación de un Estado que ha incrementado sustancialmente la cuantía y el abanico de sus prestaciones en las últimas décadas. 

Asimismo, deben apuntarse los cambios en la demanda provocados por el incremento de la renta familiar disponible, lo que ha generado la multiplicación de los servicios a disposición del consumidor. No obstante, la diferencia fundamental del terciario malagueño con respecto al resto de la región radica, como ya sucediera en el sector secundario, en el peso de las actividades turísticas, que directamente -véase la evolución del apartado "Hostelería y Restauración"- o de manera indirecta -transportes, alquileres, comercio- determinan la composición de los servicios en la provincia. Una especialización que, sin embargo, no deja de plantear inconvenientes, al basarse en un subsector que necesita una profunda reestructuración y que además depende casi exclusivamente de una actividad sujeta a frecuentes fluctuaciones como es la turística.

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La nueva autopista de peaje facilita el desarrollo turístico 

El turismo, motor de la economía en la segunda mitad del siglo

Tras la Guerra Civil, las condiciones políticas, económicas y sociales no fueron, durante los años cuarenta, tanto a nivel internacional como nacional, las más idóneas para el desarrollo de las actividades turísticas. Los trágicos años de la Segunda Guerra Mundial, el consiguiente empobrecimiento de buena parte de las naciones europeas y el aislamiento internacional a que se vio sometida España, no favorecieron en modo alguno la llegada de turistas a Málaga. Lo más destacable de esta difícil etapa fue la inauguración en nuestra provincia de dos establecimientos hoteleros estatales: el albergue de carretera de Antequera (1940) y la hostería de Gibralfaro (1948), encuadrados ambos en la Red Nacional de Paradores y Albergues de Carretera que se había creado en 1928.

El momento decisivo para el turismo llegaría en Málaga, como en el resto de España, en las décadas de los años cincuenta y, sobre todo, sesenta. Una conjunción de factores contribuyeron a que, especialmente desde 1959, se produjera una masiva inclinación a viajar al país. La prosperidad económica que se disfrutaba en Norteamérica y buena parte de Europa, el avance experimentado a nivel internacional por los medios de transporte, la cercanía geográfica de España a las principales naciones emisoras de turistas, la devaluación de la peseta en 1959 y la política que mantuvo los precios turísticos españoles a niveles muy competitivos en relación a otros mercados, coadyuvaron, junto con la bondad del clima, la variedad geográfica, el rico patrimonio artístico y cultural, y la abundancia de playas, a que España, y fundamentalmente la costa mediterránea y los dos archipiélagos, se convirtieran en un destacadísimo centro receptor del turismo mundial. No cabe la menor duda de que Málaga y su Costa del Sol desempeñaron un papel muy notable en todo este proceso.

Un número cada vez mayor de ciudadanos norteamericanos y europeos, sobre todo ingleses y alemanes, deseosos de poder disfrutar de unas vacaciones en un lugar tranquilo, soleado, con una infraestructura hotelera nueva, con buenas playas, y con unos precios muy baratos, eligieron la provincia malagueña como punto de destino de sus viajes de placer. Al vislumbrar las enormes posibilidades que para nuestra economía podría reportar el creciente fenómeno turístico, la inmensa mayoría de la sociedad malagueña reclamó para dicha actividad todo el apoyo y el fomento que fueron necesarios para su complejo desarrollo. Autoridades, empresarios y trabajadores coincidieron en que, si se quería convertir a la Costa del Sol en un centro turístico de atracción mundial, era necesario, entre otras cosas, poner en marcha una eficiente labor de propaganda de sus excelencias en el exterior, incrementar y mejorar el sistema de comunicaciones existente, ofrecer al viajero una estancia grata y confortable en alojamientos dignos y asequibles a diferentes presupuestos y exigencias, perfeccionar el sistema de alcantarillado y el abastecimiento de agua a las poblaciones, sanear y limpiar las playas, instalar un servicio telefónico acorde a las nuevas necesidades, crear una escuela de hostelería donde se pudieran formar los futuros profesionales del sector, construir instalaciones deportivas y recintos de recreo y diversión. La tarea que se había de realizar fue, obviamente, ingente, y en ella participaron, aunque no siempre acertadamente, más que nada por no prevenir las posibles consecuencias negativas a largo plazo de determinadas actuaciones, especialmente desde un punto de vista medioambiental y urbanístico, tanto la iniciativa privada como, en bastante menor medida, el Estado.

El fruto de todo aquel inmenso trabajo fue la conversión de la Costa del Sol en una zona turística de renombre internacional y en una de las más visitadas del ámbito nacional. Málaga supo vender bien, tanto a los turistas extranjeros como a los españoles, su clima, su sol y sus playas, es decir, tres de los principales motivos que impulsaban a los turistas de los sesenta a visitar nuestro país. Como la promoción fue efectiva y el número de visitantes creciente en el tiempo, fue vital adecuar de manera rápida la oferta hotelera malagueña a las nuevas necesidades. Y los empresarios así lo hicieron. La celeridad con que se produjo la expansión del sector dentro de la provincia queda de manifiesto al comprobar que los 47 establecimientos hoteleros existentes en 1955 y sus correspondientes 2.148 plazas se convirtieron en 1970 en 293 y 22.637 respectivamente. Esto permitió que el sector hotelero malagueño ocupara el primer lugar dentro de Andalucía y el quinto a nivel nacional.

Desde ese momento, y salvo dos etapas especialmente críticas, 1973-1977 (primera crisis del petróleo y transición política española hacia la democracia) y 1989-1993 (Guerra del Golfo y movimientos financieros especulativos), el turismo ha sido un sector en continua expansión en la provincia de Málaga. Pero no sólo cuantitativamente; sino también cualitativamente. La oferta hotelera clásica se ha estancado mientras que la oferta no hotelera ha experimentado un constante desarrollo: el producto exclusivo de sol y playa se ha ido ampliando con una oferta de turismo cultural, deportivo, de incentivos, congresos, rural, y la intuición de los pioneros ha dado paso a un sector definitivamente profesionalizado, que segmenta el mercado por nacionalidad y tipología turística y que, desde fechas recientes, ha dispuesto de informes o planes estratégicos o globales, y de nuevos y mejores instrumentos para el análisis.

En consecuencia, alrededor de cuarenta años después de que se iniciara la expansión turística, dicha actividad ha alcanzado en la actualidad un altísimo nivel. Las siguientes cifras, todas ellas de 1997, son bastante elocuentes: 1) durante dicho año se alojaron en los establecimientos hoteleros de la Costa del Sol 2,3 millones de viajeros, es decir, el 29,2% y el 5,6% de los alojados en Andalucía y España, respectivamente. Además, de cada cien pernoctaciones registradas en establecimientos hoteleros andaluces y españoles, 45,2 y 7,1, respectivamente, se realizaron en Málaga; 2) el grado de ocupación de la oferta hotelera (73%) fue superior al de la española (61,7%) y al de la andaluza (59,1%); 3) según el Instituto Nacional de Estadística, en nuestra provincia se ubica el 20,4% de los establecimientos hoteleros andaluces y el 3,3% de los españoles. Los 211 establecimientos hoteleros malagueños ofrecen 44.549 plazas, es decir, el 36,6% de los existentes en Andalucía y el 6% de las plazas hoteleras españolas; 4) si seguimos a la información suministrada por el Registro de Establecimientos y Actividades Turísticas, se observa que, con respecto al conjunto de la comunidad andaluza, Málaga cuenta con el 25,3% de los establecimientos hoteleros registrados, con el 62,5% de los apartamentos, con el 21,1% de los campamentos, con el 19,5% de las pensiones, con el 36,9% de los restaurantes, con el 49,1% de las cafeterías y con el 34,8% de las agencias de viajes. Por lo que respecta a las plazas, dispone del 39,6 de los establecimientos hoteleros, del 59,8% de los apartamentos, el 18,7% en campamentos y del 20,7% en pensiones.

A finales del milenio, el turismo es, indudablemente, el principal motor de la economía malagueña. Es un sector que da trabajo a alrededor de 50.000 personas, con un valor añadido bruto interior que representa, entre producción directa e inducida, algo más del 25% del producto interior bruto total malagueño, y que afortunadamente se enfrenta a un futuro enormemente esperanzador. Según la Organización Mundial del Turismo, en el año 2010 habrá anualmente 1.000 millones de viajeros, frente a los 600 millones actuales, y con una capacidad de gasto cuatro veces mayor. El reto es atractivo y mucho lo que hay en juego. La excesiva dependencia de la economía malagueña respecto del turismo obliga a que sus empresarios, trabajadores, autoridades y, en definitiva, a todos los ciudadanos, aporten su parte alicuota para que Málaga, que cuenta con una imagen turística diferenciada e inconfundible en el mercado mundial, consiga mantener e incluso mejorar su merecida situación de privilegio.

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