La
economía malagueña en el siglo XX: Entre la
crisis
finisecular y la modernización
inacabada (1900-1935)
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Lo
que ocurrió a finales del siglo XIX fue
el fin de un modelo de crecimiento
basado en la complementariedad entre una
agricultura de interior -extensiva, de
secano, fundamentalmente cerealista- y
otra vinculada a mercados exteriores
-vid, cítricos y en menor medida
olivar-, como consecuencia de la
formación, por primera vez en la
historia, de un mercado mundial de
productos agrarios
Panorámica
de Málaga en los años veinte |
Lo
ocurrido en Málaga durante los primeros
treinta años de nuestro siglo debe
entenderse en el marco de las
transformaciones finiseculares -de la
crisis agraria a la segunda revolución
tecnológica- que experimentaron las
economías occidentales europeas. En su
caso, y hasta fechas relativamente
cercanas a nosotros, la historiografía
especializada solía resumir el período
inmediatamente anterior a la llegada de
la nueva centuria con calificativos tan
drásticos y negativos como
"desarticulación general de la
economía"-, "hundimiento
sectorial" o "colapso
final". Términos definitorios de
un panorama depresivo tanto más grave
cuanto contrastaba con la imagen
expansiva de mediados del Ochocientos
(los años del despegue industrial y de
las grandes iniciativas empresariales en
Málaga de los Heredia y los Larios).
Hoy tienden a matizarse más estas
afirmaciones tan radicales, producto de
la interpretación de la historia
económica malagueña vigente hace un
par de décadas. Se impone, más bien,
una reflexión en términos no
exclusivamente locales -los que exige
una economía como la malagueña, con un
sector "exterior" tan
importante-, una periodización hasta
cierto punto distinta del problema y una
ampliación de los protagonistas -y del
papel que desempeñaron- en la
"crisis".
En clave agraria, lo que ocurrió a
finales del siglo XIX fue el fin de un
modelo de crecimiento basado en la
complementariedad entre una agricultura
de interior -extensiva, de secano,
fundamentalmente cerealista- y otra
vinculada a mercados exteriores -vid,
cítricos y en menor medida olivar-,
como consecuencia de la formación, por
primera vez en la historia, de un
mercado mundial de productos agrarios.
Las primeras consecuencias del fenómeno
-sobreproducción, caída de los
precios- exigían respuestas
completamente diferentes por parte de
los agricultores europeos. Al margen de
la política proteccionista que la
mayoría de los gobiernos pusieron en
práctica, las reacciones de los
sectores perjudicados por la nueva
situación participaron de elementos
comunes, dirigidos a incrementar la
competitividad y la especialización. En
Málaga, por su condición de provincia
periférica, la coincidencia en el
tiempo de la crisis de la agricultura
dedicada a la demanda interior y de
aquélla más ligada a los mercados
internacionales, generó dos tipos de
respuestas distintas, que en el medio
plazo se traducirían en una
modernización parcial del sector. El
componente más significativo de esta
transformación inacabada fue un notable
incremento del producto agrario,
conseguido mediante las mejoras en la
productividad derivadas de una mayor
racionalización de las explotaciones
campesinas, donde se fue extendiendo el
empleo de abonos y maquinaria, y donde
también se avanzó en la
especialización en determinados
cultivos y actividades ganaderas.
Pero, además, el reajuste no fue
exclusivamente agrario. Las décadas
interseculares concidieron también con
una profunda renovación del tejido
industrial en los países más
avanzados, que rápidamente impregnó al
mediterráneo europeo: era la llamada
segunda revolución industrial, nucleada
en torno a los avances de la
electricidad. El tiempo de los grandes
proyectos malagueños del XIX -del vapor
y el carbón- comenzaba a ser sustituido
por empresas más ligadas al pequeño
capital -el necesario para instalar un
pequeño motor eléctrico-,
desarrolladas a la par que se
multiplicaban los servicios y las
necesidades urbanas.
Como cabría esperar de una sociedad tan
desequilibrada como la malagueña de esa
época, el desenlace del reajuste
finisecular no fue rápido ni fácil, y
además tuvo un elevadísimo coste
social, traducido en un movimiento
migratorio sin precedentes en la
historia de la provincia, que se
extendió durante varias décadas.
Quizá por ello, convendría imbricar la
primera fase de la desarticulación
sectorial -la más conocida de la
"filoxera y la
desindustrialización"- en la más
amplia de la reestructuración de la
economía provincial que el impacto del
nuevo modelo capitalista generó en esta
zona de la periferia europea. Una vez
más, la guerra civil puede servir para
delimitar la frontera de los avances
alcanzados en la transformación de las
estructuras productivas provinciales. Un
proceso que la contienda del 36 truncó
y que no volvería a retomarse -en un
marco social muy distinto al de las
primeras décadas del siglo- hasta
comienzos de los años sesenta.
Molino de
aceite |
Movimientos
migratorios
La población malagueña creció sólo
moderadamente de 1900 a 1935.
Prácticamente nada hasta 1910 (tanto en
1900 como en ese año se encontraban
censadas alrededor de medio millón de
personas), y en torno a los 100.000
habitantes en las dos décadas
siguientes.
A medio plazo, este leve incremento
demográfico se tradujo en pérdidas
netas para las comarcas de monocultivo
-la Axarquía, por ejemplo, tenía menos
habitantes en 1930 que a finales del
Ochocientos-, aunque, en el conjunto de
la provincia, los mínimos de 1897
empezaron a remontar ya desde comienzos
del nuevo siglo. El reajuste
demográfico fue, una vez más, paralelo
al que estaba teniendo lugar en la mayor
parte de las actividades económicas: la
presión de la población ejercida sobre
un sistema productivo en crisis -en
general toda la agricultura de
montaña-, generó un flujo migratorio
que, como venía ocurriendo desde los
años sesenta del XIX, siguió
incidiendo sobre los núcleos urbanos
más importantes, pero que en esta
ocasión también tuvo un componente
ultramarino muy acusado. En especial
entre finales del siglo pasado y la
Primera Guerra Mundial, Argentina fue
punto de destino de casi 65.000
malagueños -lo que representaba
alrededor del 95% del crecimiento
vegetativo de la provincia-, pequeños
agricultores en su mayoría, pero
también artesanos, empleados de
comercio, obreros especializados e
incluso profesionales liberales. La
propia capital perdió población -9.000
habitantes menos según el censo de 1897
en relación con el realizado diez años
antes-, en un fenómeno de tan honda
significación social que se convirtió,
sin duda, en el componente definitorio
del final de siglo malagueño.
La recuperación se produjo a mediados
de la primera década de la nueva
centuria, extendiéndose a lo largo de
los años siguientes. Se trató de un
crecimiento que esta vez se acompañó
de una sensible mejoría en la lucha
contra la muerte: la última crisis de
sobremortalidad del XIX -el cólera de
1885- y la primera del XX -la gripe de
1918-, enmarcan unas décadas donde las
tasas de mortalidad, como consecuencia
de los avances médicos y sanitarios,
descendieron más de diez puntos,
mientras la natalidad seguía
manteniéndose en los elevados niveles
-por encima del 30 por mil- de épocas
anteriores. Aunque con retraso respecto
a otras zonas europeas, Málaga entraba
así, como el resto de España, en la
primera fase de la transición
demográfica -caida de la mortalidad,
mantenimiento de altas tasas de
natalidad-, primer paso hacia un
régimen demográfico moderno.
Junto a los movimientos migratorios y
las mejoras de las tasas vitales, los
avances en el proceso de urbanización
terminan de conformar las líneas
generales de la evolución demográfica
malagueña durante el primer tercio del
siglo XX. En 1930, el balance población
rural/urbana comenzaba a inclinarse
claramente ya en favor de ésta última.
Por encima del 54% de todos los
malagueños vivían en ciudades de más
de 10.000 habitantes. La capital,
especialmente, se había convertido, a
lo largo de los años diez y veinte, en
el gran foco de atracción para buena
parte de la provincia (Málaga ya era en
1930 una ciudad de 188.000 habitantes,
la quinta de España tras Barcelona,
Madrid, Valencia y Sevilla), pero en
general todas las cabeceras de comarca
siguieron ganando población procedente
de su medio rural más cercano: el
incremento fue moderado en Vélez (de
23.500 a 27.500 habitantes entre 1900 y
1930) y Antequera (de 31.600 a casi
33.000 en igual periodo), y más notable
en Ronda (de 21.000 a 31.000 en esos
años).
Junta
de bueyes en la zona de calle
Valera |
Las
transformaciones agrarias
Un breve repaso a la distribución de la
población activa en la provincia
permite fijar con más claridad los
ritmos de la transformación y
modernización de la estructura
productiva malagueña durante este
período. La evolución del número de
trabajadores del sector primario es
sumamente ilustrativa a este respecto:
hasta 1910, y pese al saldo migratorio
negativo ya apuntado, la provincia
continuó incrementando el porcentaje de
empleados en faenas agrarias -por encima
del 75% de toda la población activa-,
que sólo descendió de manera
significativa a lo largo de los años
veinte, hasta situarse en el 60% en
1930.
Detrás de estos datos tan escasamente
desagregados, que de nuevo obligan a
replantear y ponderar el peso de las
distintas actividades productivas
malagueñas (¿qué otra calificación
que agraria puede recibir una provincia
en la que tres cuartas partes de su
población activa se dedica a esta
actividad?), pueden esconderse las
dificultades del sector primario para
expulsar mano de obra, pero también la
falta de atracción por parte de otros
sectores productivos, incapaces, al
menos hasta la coyuntura expansiva de
los años veinte, de crear las
condiciones necesarias para el trasvase
de población activa hacia la industria
o los servicios. Además, el
mantenimiento, durante casi treinta
años, de unos niveles porcentuales de
ocupación muy parecidos en la
agricultura y la ganadería malagueñas,
no debe ocultar los profundos cambios
que paralelamente estaban teniendo lugar
en ambos sectores productivos.
Así, entre 1900 y 1930, salvo la
estructura de la propiedad, que siguió
manteniendo el conocido desequilibrio
entre el predominio de la gran propiedad
en las comarcas del norte y el oeste de
la provincia y de la pequeña propiedad
en el resto, todas las demás variables
del sector se modificaron de forma
sustancial. De nuevo se volvió a
incrementar la superficie en cultivo,
aunque esta vez el aumento de las
roturaciones, pese a realizarse sobre
tierras marginales, no impidió
importantes ganancias de productividad,
especialmente en el marco de la gran
propiedad. Fue ella la destinataria
preferente de las innovaciones técnicas
(en 1932 el número de arados de
vertedera ya superaba al clásico
romano) y de la utilización de abonos
de origen no animal (de 4.200 tns. de
abonos químicos y minerales consumidos
en 1907 se pasó a 35.000 tns. en 1930).
Por otra parte, la expansión del
terrazgo en perjuicio de los montes,
dehesas y pastos -que perdieron casi
60.000 has, en los primeros treinta
años del XX-, supuso una utilización
distinta del suelo cultivado. En un
fenómeno ligado a la obligada
reconversión impuesta por el
comportamiento del mercado mundial de
productos agrarios, el cereal por
excelencia -el trigo- redujo ampliamente
su superficie, mientras que, en
consonancia con la necesaria
especialización, las forrajeras, las
leguminosas y las plantas
hortofrutícolas e industriales
incrementaron notablemente su presencia
en el terrazgo malagueño.
El caso del viñedo merece una atención
especial. Como es sabido, las
dificultades de comercialización del
vino y la pasa estaban apuntado ya hacia
1860/70 la desarticulación de un
espacio agrario y la crisis de un tipo
de explotación que la filoxera no hizo
sino confirmar: la caída de la demanda
internacional para los dos esquilmos
malagueños provocó el hundimiento de
un precario sistema de explotación
controlado por intermediarios y
comerciantes de la capital. No llegó a
haber crisis de sobreproducción porque
la filoxera redujo al mínimo los
excedentes paseros, pero, con o sin
plaga, la crisis habría alcanzado las
mismas dimensiones y provocado parecidas
consecuencias económicas y sociales.
Ello explica porqué la superficie
vitícola tardó tanto en recuperarse en
la provincia (de las aproximadamente
100.000 has. de finales del ochocientos
setenta se pasó a sólo 13.000 en 1900
y a algo más de 31.000 en 1930): si la
burguesía mercantil que controlaba los
negocios de explotación era consciente
de que la situación de la demanda
exterior apenas se había modificado,
¿para qué volver a invertir en el
sector? En última instancia, la crisis
(demanda+filoxera) provocó el
saneamiento acelerado de un sector
sobredimensionado: de tal forma, las
hectáreas replantadas a lo largo del
primer tercio del siglo XX, fueron no
sólo las correspondientes a las tierras
más productivas, sino también las
adecuadas a la cuota de demanda que por
esas fechas tenían el vino y la pasa
malagueños en los mercados europeo y
americano.
Por su parte, el olivar experimentó una
considerable expansión (de 40.000 a
85.000 has. en treinta años), después
de que el aceite español consiguiera
recuperar mercados exteriores tras su
reconversión hacia el consumo humano.
Por último, también la ganadería se
vio afectada positivamente en estos
años, gracias a su decidida
orientación hacia la producción de
carne y leche, artículos de creciente
demanda en los núcleos urbanos.
Como resultado de todo este proceso de
transformación de las estructuras
agrarias, el volumen del producto
agrario malagueño se triplicó en algo
más de treinta años. Desgraciadamente,
todavía no conocemos la aportación al
P.I.B. malagueño de las restantes
actividades productivas, pero la
participación agraria -la primera, con
diferencia, por número de trabajadores
empleados-, obliga al menos a
reflexionar sobre los componentes y las
dimensiones de la crisis finisecular y
la recuperación de las primeras
décadas del XX. En concreto, la
distribución del valor generado por las
distintas producciones agrarias en 1900
y 1930 permite puntualizar algunos
extremos no suficientemente destacados
hasta el momento: acostumbrados a hablar
en términos exclusivamente vitícolas
-o cuando mucho también cerealístas-
del agro malagueño, el resumen que
ofrecen los gráficos que se incluyen
junto a estas líneas permite descubrir
una agricultura mucho más
diversificada, donde la generación de
valor aparece sumamente compartida entre
las producciones del interior
(cereales+legumínosas+olivar) y las
más cercanas a la costa
(vid+frutales+plantas industriales), y
donde sobre todo se destaca el impulso
pecuario.
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Máquina
agrícola en la vega de
Antequera |
La renovación
del tejido industrial
Como se acaba de apuntar, a lo largo del primer
tercio de nuestro siglo, y especialmente en las
décadas de los años diez y veinte, Málaga
incrementó su población en cerca de 60.000
personas -de 130.000 a 188.000 habitantes-. Reducido
el flujo migratorio exterior, la ciudad continuó
absorbiendo emigrantes procedentes de los núcleos
rurales del interior de la provincia; asimismo, una
ligera mejora de las condiciones de vida permitió
reducir la mortalidad infantil y, con ella, las
tasas generales, que llegaron a descender ocho
puntos (del 30 al 22 por mil) en los treinta
primeros años de la centuria.
El resultado de la confluencia de estos factores fue
un incremento de la presión demográfica sobre un
núcleo urbano que mantenía prácticamente intacta
la infraestructura y los servicios públicos
heredados del antiguo régimen, y en consecuencia, y
a niveles urbanísticos, el nacimiento y expansión
de nuevos barrios periféricos y un mayor desarrollo
de las zonas de vivienda popular, que comenzaron a
presentar entonces unos índices de densidad muy
elevados -por encima de las 650 personas por
hectárea- para la época.
La respuesta oficial ante el deterioro de las
condiciones de vivienda de muchos malagueños fue,
además de tardía, parcial: de un lado, la
Dictadura aplicó en Málaga la legislación sobre
"casas baratas", con actuaciones puntuales
en varios puntos de la ciudad y una materialización
más extensa en el norte de la misma, en una zona
ganada al río Guadalmedina, conocida desde entonces
como la "Ciudad Jardín". De otro, el
nuevo régimen también supuso la redacción de dos
nuevos planes de ordenación urbana: el de
"grandes reformas" de 1924, obra de los
ingenieros Rafael Benjumea, Leopoldo Werner y Manuel
Giménez, y el Plan de Ensanche del arquitecto
Daniel Rubio (1929). Ambos actuaron preferentemente
sobre aspectos complementarios: el primero lo hizo
sobre todo en relación con la ciudad heredada, la
Málaga del siglo XIX a la que la desamortización
había despojado de su carácter conventual; el
segundo, proponiendo el necesario plan de
expansión, que ya preveía la prolongación urbana
de la Alameda, y la articulación, con el eje de
ésta, de un sistema radial ordenador del posterior
crecimiento urbano al oeste de la ciudad. |
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